viernes, 31 de marzo de 2017

Habitación 5013


Hasta el pasado martes, en que la trasladaron a la clínica Sant Antoni, en la Zona Franca, tuve a mi abuela ingresada en el hospital de la Esperanza, en el barrio de La Salud, aquejada de los noventa años que cumplió el 28 de febrero (en realidad nació un 29, por lo que los nietos solemos bromear con que si tiene veintitrés). Durante las tres semanas que estuvo allí ocupó la habitación 5015, contigua a la del cantante Bernardo Cortés, que murió el viernes debido a una isquemia intestinal. Habrán leído en la prensa que Bernardo falleció en el Hospital del Mar, «donde llevaba un mes ingresado». No, estaba ingresado en la Esperanza, y lo más probable es que muriera allí. El equívoco se debe a que la Esperanza forma parte de la red sanitaria Parque de Salud Mar, cuyo vértice es el Hospital del Mar, en La Barceloneta. Así, es habitual que entre sus pacientes haya un elevado porcentaje de vecinos de ese barrio. Como Bernardo y Concha.

El lunes entré a saludarlo, como siempre que iba a darle la comida a mi abuela, y al ver que estaba escribiendo le dije que pasaría después. Ya no pasé. Me sorprendió que muriera, pues no parecía que estuviera en las últimas: no hace una semana salió en pelotas al pasillo arrastrando el gotero como si fuera una bola de presidiario y diciendo a las enfermeras, y a todo el que quisiera oírle, que se encontraba de fábula.

Lo vi por primera vez cuando yo apenas contaba nueve o diez años. Los De Paco Serra, que aquel día debíamos de ser unos quince, celebrábamos un cumpleaños en el antiguo Cal Pinxo, uno de los merenderos que cercaban la playa («chiringuitos», decían los profanos, sobre todo si eran ricos y escritores). No hubo en los ochenta película rodada en Barcelona en que no salieran sus protagonistas comiendo un arroz en uno de aquellos delirantes restorans. Recuerdo (de una forma tan vívida que me resulta incluso sospechosa) que mi abuela, mi madre y sus primas tenían las mejillas coloradas por el champán, que los hombres llevaban corbata y que mi abuelo se había arremangado, como hacía siempre que se entonaba. Atento al derroche de las celebraciones, Bernardo se bamboleó hasta nuestra mesa y, tras asegurarse de que la guitarra y su gaznate eran una sola cosa, se arrancó con el «Cumpleños feliz», que cantó con un tesón impropio de la pieza, como si aquella cancioncilla hubiera de procurarle un ápice de gloria. Lo cierto, ay, es que en la cima de cada uno de sus gorgoritos parecía alojarse una derrota. Vestía un traje azul de solapas imposibles, una camisa con algún que otro lamparón y era difícil, muy difícil, imaginárselo haciendo otra cosa que no fuera eso: avivar la alegría de los comensales a base de profanar tonadas, boleros, rancheras.

Antes de darse a la música, a finales de los setenta, había trabajado como mecanógrafo (se ufanaba de haber ganado en 1950 el campeonato de mecanografía de Jaén, su ciudad natal, con más de quinientas pulsaciones por minuto). Desde Cataluña, donde se había instalado a mediados de los cincuenta, emigró a Suiza, y a su regreso fundó una empresa de derribos. Fino lector, ya por entonces tentaba la poesía pero nada hacía presagiar que de las ruinas del empresario Bernardo Cortés Maldonado surgiría el quijotesco Bernardo, ni que éste se convertiría, andando el tiempo, en un ilustre de la Barceloneta, junto a gigantes como el Anchoveta, la Paca, el Cherif o la Mari. Al igual que ellos, Bernardo vivió a despecho de su siglo, sin que los sucesivos cambios en el paisaje mellaran su autenticidad. Entre sangría y contoneos, asistió al aluvión murciano de los sesenta, al cine de barrio de los setenta, a la ventisca de la heroína de los ochenta y a la piocha olímpica de los noventa. Y ni siquiera el derribo de los merenderos, el único escenario de sus actuaciones, pudo con él. Yunque contra la desdicha, hablamos de un cantante que no dio nunca un concierto, lo que se entiende por concierto. Y aunque últimamente, ya muy decaído, decía que le habría hecho ilusión una gala de despedida (una gala, así hablaba Bernardo), colmó su gran anhelo hace cuatro o cinco años, cuando Fede Sardá le abrió las puertas de la sala Luz de Gas para que presentara su último libro de poesía.

El día en que mi abuela dejó el hospital, mi madre pasó a despedirse. Le dijo que en el mueble-aparador del piso de mi abuela conservamos una fotografía suya, de la que mi abuela dice que le ha traído suerte. Nadie en la familia sabe exactamente por qué, aunque bien pensado, Bernardo fue para los De Paco una cálida presencia, algo así como el exótico figurante de todos los momentos en que hemos sido felices.


Jot Down Magazine, 31 de marzo de 2017

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