martes, 20 de septiembre de 2016

Palmiriana

La carretera de Damasco a Palmira surca un pedregal blanquecino en el que, cada tanto, se aparece un aldeano en motocicleta, en carro o a pie, sin que uno sepa de qué entraña del desierto ha salido ni adónde se dirige, pues en lo que alcanza la vista no se ve más que polvo y esa neblina semiacuosa que precede al desvarío. Y luz, un chorro de luz que, paradójicamente, sume la realidad en una noche americana desprovista de filtros.

A mitad de camino, en el cruce con la pista que se desvía hacia Ar Rutbah, al oeste de Irak (una de las ciudades más aisladas del mundo, según había leído) vimos un cartel que decía: "A Bagdad, 600 kilómetros"; un remedo, pensé, de una de esas viñetas con que el gran Ibáñez sellaba las aventuras de Mortadelo y Filemón, cuando, tras el estropicio de rigor, éstos se escondían en algún lugar remoto. Disfrazados de qué, me pregunté. Y caí dormido.

Palmira, antiguo emplazamiento nabateo, era visita obligada para turistas desde que, a mediados del XVIII, una expedición británica dio noticia de sus ruinas, que consistían en una siembra de templos grecorromanos cuyas columnas, de más de 15 metros, parecían desafiar al sol. Dominando aquel yacimiento, se erguía un magnífico castillo medieval al que se llegaba tras dos horas de caminata o en lo que la guía Trotamundos, un tanto enigmáticamente, describía como 'transporte desde el centro'.

Con Cristina, mi mujer de entonces, y otra pareja, me dirigí al punto de donde salían lo que, según mi previsión, no podían ser sino autobuses (coches destartalados, a lo sumo), mas lo que allí había no eran autobuses, sino unos vehículos imposibles bajo los que se intuía una motocicleta. La osamenta, cuando menos, asemejaba una impala, si bien las terminaciones tenían algo de harley, algo de rickshaw y aun el aire inconfundible de la mensakería. Anclado a la máquina con un candado (lo juro) había una especie de calesín destinado al transporte de pasajeros. Aquel engendro, en fin, parecía un homenaje involuntario al Mariachi, a Aquellos chalados..., a Mad Max. La guinda del tuneo era algo así como una sombrilla que, ya en aquel instante, presentimos irónica. El atavío del chófer, o lo que diablos fuera, no desentonaba con el conjunto, máxime por las gafas de aviador que estrangulaban su rostro. Tras el preceptivo regateo, emprendimos la ascensión a la loma, un trayecto que al decir de las guías no superaba los 5 minutos. Los terminaría por recordar de punta a cabo.

El primer susto sobrevino no bien iniciada la marcha, y se debió al temblor bíblico de nuestro carromato, que habría de acentuarse a medida que la carretera (ingenuamente, la habíamos imaginado asfaltada) se iba tornando en vericueto. A los pocos metros, los vaivenes eran ya severos latigazos, y en nuestros semblantes, y muy especialmente en el de Cristina, empezó a atisbarse ese pánico, perfectamente catalogado, que atenaza a los usuarios de cualquier noria de arrabal. No parecía ser el caso de nuestro anfitrión, que con cada tarascada se volvía hacia nosotros y componía una mueca alucinada, mitad burlona, mitad altanera, mediante la que trataba de insuflarnos un resto de confianza en la humanidad. Antes de encarar el repecho definitivo, nos detuvimos para llenar de agua un ignoto depósito que había empezado a echar humo, instante en el que todos, estoy seguro, sopesamos seguir a pie, aunque nadie se atrevió a sugerirlo.

Hasta la cima, cada viraje fue un derrape inopinado, un amago de despeñamiento como el que clausura la persecución de camiones en En busca del arca perdida. El otro espejismo que fue cobrando nitidez fue el de los restos abrasados del motocarro que nos había precedido. Ya en el castillo, y mientras Khaled, que así se llamaba el piloto, se fumaba un cigarro, nosotros nos tumbamos sobre una roca enorme a contemplar el horizonte. Fue entonces cuando Cristina me preguntó si querría tener hijos con ella. No respondí, y a ella se le encharcó la mirada. Jamás veríamos una puesta de sol tan hermosa.

Salí de Palmira mecido en estas palabras del capítulo I de Las ruinas de Palmira, del Conde de Volney: 

"Acababa de ponerse el sol, y una zona rojiza marcaba todavía su curso en el horizonte lejano de los montes de Siria; la luna llena se levantaba por el oriente, sobre un fondo azulado, en las riberas planas del Eufrates; el cielo estaba despejado, el aire en calma; la luz moribunda del día aminoraba el horror de las tinieblas; la frescura de la noche calmaba el fuego de la abrasada tierra, y los pastores habían retirado sus camellos; la vista no percibía ya movimiento alguno sobre la llanura monótona y sombría; un silencio profundo reinaba en el desierto, y sólo a intervalos remotos oíanse los lúgubres acentos de algunos pájaros nocturnos y de algunos chacales".

Sigo recitándolas con agradecimiento.


Club Pont Grup Magazine nº14, 20 de septiembre de 2016

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