viernes, 22 de julio de 2016

A mis pies mi ciudad

El 23 de septiembre de 1986, víspera del día de la Mercè, salí de casa de mis abuelos, en la Barceloneta, a eso de las nueve. Me había propuesto asistir a tres conciertos en una sola noche, y así emular sin saberlo al nadador del cuento de Cheevers. Mis padres y mi hermano pasaban el fin de semana en el piso de Camprodón, de ahí que, cada cinco pasos, me asaltara la idea de llevar a Ariadna a casa. ‘Invitarla a casa’, había escrito con anterioridad; paradójicamente, el verbo llevar, con toda su vaguedad a cuestas, se aviene mejor con las intenciones, o acaso ensoñaciones, del quinceañero que fui. Barcelona olía a pólvora, humedad y fritanga.

Pasadas las once llegué a la Catedral, donde Franco Battiato derramaba ya sus ecos de danzas sufíes, aquella jovial destilación de misticismo. Me chocó que el público, formado eminentemente por progres, se mostrara tan renuente a la zambra, máxime ante canciones como la arrebatadora ‘Yo quiero verte danzar’. Recuerdo vivamente que a mi lado un tipo con aspecto de monitor de esplai le iba mostrando fotos del Partenón a una conocida, y cómo ésta punteaba cada instantánea con la palabra “autèntic”, tan de moda en los ochenta. En cierto modo, todo era ‘autèntic’ en aquellos instantes: el Partenón, el enjambre de progres, el concierto de Battiato y la luz que mordisqueaba la fachada de la Catedral. Incluso yo parecía más auténtico, por mucho que el modo en que iba sorbiendo mi cerveza no fuera muy natural. Nunca lo ha sido.

Ya en la plaza San Jaime, me encontré con Conxa, Ariadna, Muntsa y Lluís, con quienes había quedado para ver la actuación de La Salseta del Poble Sec, un combo barcelonés que sigue amenizando fiestas callejeras y congresos neocomunistas. Ariadna, la hipnótica Ariadna, tenía entonces 21 años y estudiaba filología eslava. La había conocido ese mismo verano en unos campamentos y me habría fugado con ella a Rusia, si me lo hubiera pedido. Cuando acabó el concierto de la la Salseta, fuimos a Montjuïc, a la Recta del Estadio, donde El Último de la Fila presentaba Enemigos de lo ajeno, un disco plagado de palmoteos y metáforas. Los aviones plateados que rozan los tejados son, en realidad, las antenas de los edificios. El concierto resultó un mazazo de buen gusto, un derroche de sudor y jazmines marbellíes. Ariadna bailaba frente a mí, se mesaba los cabellos, bamboleaba sus senos.

El aire aflamencado de Manolo García y Quimi Portet se consideró, en sus inicios, un arrebato de modernidad, un indicio razonable de progreso. Cuesta creer que llegaría un día en que Quimi Portet, que pasaba por artista disoluto y anarcoide, dijera, a propósito de los catalanes que no quieren la independencia de España, que habría que empezar a debatir quién es quién en Cataluña.

La recta de l’Estadi nunca fue la recta del Estadio, como escribí arriba, sino ‘de l’Estadi’; incluso entre castellanohablantes decíamos ‘de l’estadi’ con la misma naturalidad con que decíamos ‘rachola’. El estadio es, claro, el estadio Olímpico, por entonces en ruinas, y la recta no era sino la avenida que pasaba por sus aledaños. El nombre de ‘recta’ se debía al hecho de que, años atrás, Montjuïc había sido un circuito de motociclismo, y ese mismo tramo coincidía con la recta. A lado y lado del escenario, hervía una ristra de tenderetes de partidos extraparlamentarios donde despachaban cerveza y chistorra, y la vertiente de montaña que se desparramaba sobre la ciudad (a la derecha mirando al escenario) era una suerte de chill out, cara B o cuarto oscuro donde cualquiera que se adentrara no iba a nada que no fuera conculcar la ley.

Allí me llevó Ariadna con el pretexto de que estaba algo mareada.

A finales de los ochenta, los conciertos multitudinarios de la Mercè se trasladaron al Sot del Migdia, un socavón tramado a espaldas del estadio Olímpico. Con el tiempo, el formato de masas fue reemplazado por el llamado independiente o de bolsillo, con sede en el impracticable Moll de la Fusta. Hoy, lo más parecido a las agrestes madrugadas de la Recta es un macroconcierto de 40 Principales que alterna la plaza Cataluña con la plaza España, sin que quepa aventurar metáfora alguna al respecto. O sí. Hace unas semanas, 26 años después de que saliera de casa de mis abuelos para recorrer el trecho que separa la Barceloneta de la Catedral, oía desde mi casa al gentío reunido en plaza España para ver una de esas actuaciones. ‘Independència’, gritaban de forma sincopada en cada pausa.

Ariadna no vino a casa.

Todo lo que hice aquella noche lo hacía por primera vez. Es decir por última.


Unfollow Magazine, 4 de noviembre de 2012

No hay comentarios:

Publicar un comentario