lunes, 23 de febrero de 2015

Memoria de los días brutales

El lanzamiento de Honestidad brutal, de Andrés Calamaro, fue recibido con cautela por la prensa especializada. La mayoría de los críticos convinieron en que se trataba de un trabajo singular, sí, pero se resistieron a estamparle de salida el matasellos de «genial», como si el hecho de que estuviera integrado por treinta y siete canciones impidiera concederle tal calificativo. «No hagamos nuestra la desmesura de Andrés», parecían decirse los tasadores, quienes, de forma paulatina y a regañadientes, acabarían dando su brazo a torcer. No en vano, esos treinta y siete temas conformaban una suerte de canto general en que todo, aun el más nimio de los ritornelos, parecía surgir del mismo fango que amasaron los Cohen, Dylan o Clapton. Calamaro había dado el muletazo con que sueñan los matadores, ese natural que da sentido a una vida.

Darío Manrique ha glosado la peripecia del cantante porteño en Honestidad brutal o la huida hacia delante de Andrés Calamaro, séptimo título de la colección Cara B, de Lengua de Trapo, dedicada a algunos de los álbumes de culto del pop-rock en español. El texto, un brioso documental de 163 páginas, no solo desvela la entretela del doble CD; además, obra el prodigio de que los calamaristas lo revisitemos bajo una nueva luz, no siempre más favorecedora.

Manrique Jr. también es seguidor de Calamaro, mas su retrorreportaje rezuma más frialdad que jabón, más flema que incienso; en él advertimos ese prurito de distanciamiento que suele timbrar al periodismo con mayúsculas, rara avis en un género en el que predominan las agónicas supuraciones de alabanzas, las diatribas de maníacos desairados y las tesis doctorales. A partir del testimonio de músicos, productores y periodistas, Honestidad brutal o la huida… da cuenta de cómo se gestó el disco que dio la puntilla a los noventa, una década marcada por la atonía y el trampantojo. Tal como expone el autor, Calamaro venía de grabar el pulquérrimo Alta suciedad, catorce temas que habían gozado de los parabienes de la crítica y del favor de los 40 Principales. En cierto modo, el porteño había cumplido el sueño de cualquier rock star: saciar al gran público a base de beluga. Otro en su lugar habría tratado de amarrar el resultado imitándose a sí mismo: él grabó Honestidad brutal.

Una de las preguntas que más frecuentemente formula y se formula Manrique es qué hubo detrás de la fiebre creativa que se enseñoreó de Calamaro, a qué deidad consagró aquella pulsión masturbatoria que, a caballo de Madrid, Miami, Buenos Aires y Nueva York, fue sembrando el planeta de himnos. La versión más aceptada entre la calamarería (y a la que parece abonarse Manrique) es que la ruptura con su pareja de entonces le sumió en un trance que tuvo algo de penintencia y fuga, de flagelo y redención. En ese arrebato, Calamaro se convirtió en un estudio de grabación ambulante, en una suerte de Amadeus tóxico que no cesó de escupir milagros a ritmo de fundición fabril. Cualquier cubículo, por precario que fuera, le servía para celebrar una kermés: una habitación de hotel, el salón de casa de un amigo, su propio domicilio… Las canciones que fueron cuajando no eran, parafraseando al poeta, un bello producto ni un fruto perfecto, pero al pegar la oreja a ellas uno oía el borbotón de las calderas del infierno. En el afán de conservar ese hálito primordial, esa preclara impureza, Calamaro las fue grabando tal cual; a pelo, sin edición ni postproducción. La maqueta era ya la canción.

El otro gran combustible del artista, en efecto, fue la cocaína, como evidencian las alusiones a la sustancia en «Te quiero igual» («me dejaste la ceniza y te llevaste el cenicero»), «Clonazepán y circo» («Mucho traje de fajina, pero sobra cocaína, / y con el precio que tiene, este lugar me conviene») o «Los aviones» («se acabó todo lo que había, / queda un cigarro mojado»). No obstante, y más allá de que la palabra misma se halle incrustada en tal o cual canción, lo que habla a las claras de que la coca fue a Honestidad brutal lo que la benzedrina a On the Road o el whisky a Post Office, es la querencia por el vicio que espolvorea la obra. A semejanza, por cierto, del otro gran disco de aquel año, ese 19 días y 500 noches con que Joaquín Sabina abrió la puerta grande de todas las plazas del mundo, y que compartiría con Honestidad Brutal, además de su impronta narcótica, su halo mesiánico, como de verdad revelada. Por lo demás, tanto Sabina como Calamaro eran ya artistas maduros, lo que no fue óbice para que se reinventaran, y que lo hicieran, además, siguiendo la estela del Camarón de La leyenda del tiempo, del Rafael Amador de Inspiración y locura, del Kiko Veneno de Échate un cantecito. Otros tres títulos, por cierto, que bien merecerían un cara-b. (Del de Sabina, al parecer, se está ocupando Julio Valdeón Blanco).

Honesto como el álbum al que rinde su escritura, Manrique admite que no logró que sus entrevistados se soltaran la lengua como él habría querido. Una y otra vez, topa con el mantra «ah, si yo te contara… pero eso no se puede contar». Un fracaso menor, no obstante, que nada tiene que ver con la canónica ironía de Bill Buford, que definió el reportaje como ese género en que alguien que pretende entrevistar a Mick Jagger da cumplida cuenta de por qué no pudo hacerlo. Manrique sí habló con Calamaro, aunque este no se prodigara en grandes revelaciones y aun relativizara la hipótesis del cherchez la femme. Nada de que asombrarse, si tenemos en cuenta que también relativiza la valía de su Honestidad brutal, un álbum que en los últimos tiempos parece inspirarle una cierta indiferencia. Lo que prueba que, en ocasiones, son los genios quienes menos facultados están para hablar de su genialidad. Qué sabrá este Calamaro, ay, de aquel Andrelo.


Jot Down, 19 de febrero de 2015

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