viernes, 6 de febrero de 2015

El caso Salas


La madrugada del 4 de febrero de 2006, agentes de la Guardia Urbana de Barcelona acudieron al Palacio Alós, una finca de titularidad municipal situada en la calle Sant Pere Més Baix que llevaba okupada desde 2000. En el interior del inmueble, y como venía sucediendo con relativa frecuencia, se celebraba una fiesta multitudinaria. Según recogía La Vanguardia el domingo 5 de febrero, el dispositivo policial, integrado inicialmente por cuatro agentes, tenía la misión de evitar que se produjeran aglomeraciones frente al portal. Los guardias constataron cómo, a las 3 de la madrugada, había en la casa unas 800 personas. A eso de las 6, y cuando ya los asistentes excedían del millar, los propios organizadores impidieron el paso a un grupo de unas 30 personas.

En ese instante Barcelona quedó sumida en la niebla.

La policía asegura que los recién llegados la emprendieron con ellos y empezaron a arrojarles latas, vallas y botellas. Éstos arguyen que los municipales, que a esa hora ya contaban con refuerzos, se les echaron encima y les molieron a palos. En el transcurso de la intervención policial, el agente Juan José Salas, de 39 años, casado y con 4 hijos, fue alcanzado en la cabeza por un objeto y quedó tetrapléjico. Al punto, la policía arrestó en el lugar de los hechos a 7 personas, entre los que se encontraban los chilenos Rodrigo Lanza y Álex Cisternas y el argentino Juan Pintos. La policía determinó que Lanza arrojó el objeto que fulminó a Salas, y que Cisternas y Pintos actuaron como instigadores de la agresión. El juzgado de instrucción les acabaría acusando de intento de homicidio, por lo que ingresaron en prisión preventiva.

Horas después, los mismos agentes que habían detenido a Lanza, Cisternas y Pintos arrestaron, en el Hospital del Mar, a Patricia Heras y Alfredo Pestana, a quienes identificaron como integrantes del grupo que había arremetido contra ellos en Sant Pere Més Baix. La coincidencia en el centro hospitalario se debió a que Lanza, Cisternas y Pintos precisaron atención médica debido a las lesiones que les infligió la Guardia Urbana (ver página 47 del informe de Amnistía Internacional "Sal en la herida"). Heras y Pestana también estaban lastimados pero, según alegaron, se debía a un accidente de bici, y no, como dio por sentado la Guardia Urbana, a que hubieran participado en el altercado. La circunstancia de que también vistieran harapos y el corte de pelo de Patricia (rapado en forma de tablero de ajedrez) no debió de serles de ayuda. A ojos de los agentes, estaban heridos y, si no eran antisistema, lo parecían.

En enero de 2008, la Audiencia de Barcelona condenó a Lanza a 4 años y medio, y a Álex Cisternas y Juan Pintos, a 3 años y 3 meses. Los tres salieron en libertad porque ya habían cumplido 2 años de prisión preventiva, pero el recurso que interpusieron en el Tribunal Supremo agravó las penas y regresaron a la cárcel. Lanza terminaría cumpliendo un total de 5 años, y Pintos y Cisternas, 3 años y 3 meses; Pestana, condenado a 3 años y 3 meses de reclusión, recibió el indulto del Gobierno en octubre de 2010, por lo que no pisó la cárcel. Heras, condenada a 3 años, cumplió 2 meses de cárcel y otros 4 en tercer grado. El 26 de abril de 2011, durante un permiso penitenciario, se quitó la vida arrojándose al vacío desde el balcón de casa.

A día de hoy, sigue sin saberse quién tiró la piedra que mantiene a Salas postrado en una silla de ruedas y en estado semivegetativo; de hecho, ni siquiera se sabe si se trató de una piedra lanzada desde la acera (es decir, frontalmente), como sostuvo en el juicio la policía, o una maceta arrojada desde la azotea del edificio, como defendieron los encausados.

La película Ciutat morta, de Xavi Artigas y Txapo Ortega, y cuya emisión en el Canal 33 ha motivado una suerte de expiación colectiva, narra la detención y procesamiento de los cinco jóvenes desde el prisma de la izquierda radical. No se trata, como se ha dicho estos días, de una desprejuiciada indagación en pos de la verdad; antes bien, lo que sus autores pretenden es convertir el via crucis de Lanza, Pintos, Cisternas, Pestana y Heras en una causa general contra el sistema.

La tesis del documental es que éstos fueron víctimas de un ajuste de cuentas orquestado por policías, jueces y políticos, y en el que también habrían participado, con mayor o menor grado de complicidad, la prensa y la ciudadanía. La prensa (burguesa), por distorsionar los hechos; la ciudadanía, por su inveterada indiferencia frente a la brutalidad policial. De hecho, la elección del título (paráfrasis de un proyecto literario de Patricia Heras) tiene bastante que ver con ese prurito tutelar por el que, tradicionalmente, la izquierda se ha arrogado la potestad de dirimir quién vive narcotizado y quién consciente, quién tomó la pastilla roja y quién la pastilla azul. Obviamente, ninguna democracia está a salvo de un fallo multiorgánico que acarree una injusticia. Véase, por ejemplo, el caso Raval, en el que se alinearon la solicitud de los periódicos por satisfacer el morbo del pueblo, el buenismo de los servicios sociales, el ansia de protagonismo de la policía y la negligencia de la judicatura. Lo que defiende Ciutat morta, sin embargo, es la posibilidad de que, en un Estado de Derecho, ese apagón sea el fruto de una conjura de naturaleza ideológica animada por la sed de venganza.

El método del que se valen Artigas y Ortega es el mismo que encumbró al documentalista Michael Moore, y consiste, grosso modo, en el uso truculento del montaje (ese minutero superpuesto, ay, que pretende evidenciar lo larga que se hace una tortura), la omisión del punto de vista de una de las partes o el recurso a la opinión de intelectuales afines para revestir el film de una cierta autoridad académica. Con todo, la más abyecta de las manipulaciones es el simulacro de neutralidad, ese "nos hemos puesto en contacto con la familia del policía para que diera su versión, pero han rehusado participar en la película". No en vano, si los realizadores hubieran querido ocuparse de Juan José Salas, habrían tenido suficiente con asomarse a Youtube. Allí habrían dado con estas imágenes, que hablan a la clara del estado en que se encuentra el agente. En realidad, habría bastado con que incluyeran su nombre y apellidos en el documental. Se le cita, sí; Salas es el "agente antidisturbios herido en el transcurso de la carga policial", es decir, un pie de pértiga, una pieza marginal cuya única función es propiciar que el relato avance. Un macguffin, en efecto. A lo largo de los 128 minutos de metraje, iremos sabiendo que a los jóvenes procesados se les conocía por los apelativos de Rodri, Patri o Alf, pero nunca sabremos que al agente antidisturbios le llamaban Johnny.

Sólo al final (1:46:03-1:47:20), una de las protagonistas, la abogada laboralista Silvia Villullas, compañera sentimental de Patricia Heras, alude a la víctima y a su familia en un emotivo, inobjetable compromiso con la veracidad. Éstas son sus palabras:

Los grandes perjudicados han sido el guardia que está en estado de coma y las personas que fueron injustamente condenadas por unos hechos que no han cometido. No hay que dejar de lado la situación sobre todo de la familia del guardia urbano. Llegará un momento en que la verdad tope con esta familia. Los niños eran muy pequeños cuando pasó esto, estos cuatro hijos de este señor van a hacerse mayores, van a querer saber lo que pasó. Porque el hecho de que alguien lanzara una maceta ocurrió.

Hay suficientes indicios en el caso como para inferir que los cinco procesados fueron víctimas de un atropello. El hecho mismo de que se les declarara culpables del homicidio frustrado de un agente de la guardia urbana y sólo cumplieran entre 3 y 5 años de cárcel huele a componenda. Además, dos de los policías que la madrugada del 4 de febrero de 2006 intervinieron en su detención fueron condenados en 2011 por torturas. Y parece ser que la defensa ha logrado identificar al individuo que lanzó la maceta, cuya confesión podría ser decisiva para el esclarecimiento de lo sucedido.

Ciutat morta ha posibilitado que afloren estas y otras contradicciones, lo que no es incompatible con que, en lo esencial, sus principales damnificados no sólo sean el agente Salas y sus familiares, sino también, aunque en menor medida, los cinco protagonistas, arrumbados en beneficio de la conspiranoia. Es probable que la policía los detuviera por su aspecto; al cruzar la Ciutat morta, y salvo por el obsceno aliño del que es objeto Patricia Heras, no sabremos nada de ellos salvo qué aspecto tienen.



Libertad Digital, 22 de enero de 2015

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