martes, 17 de febrero de 2015

Cuatro aventis de 95 octanos

Charly, un sietemachos de antología, me retó a ir en su vespino "hasta la esquina y volver". Y yo, por no aguantar las bravuconadas con que, a buen seguro, me mortificaría en caso de negativa, acepté el reto. Tenía 13 años y era la primera vez que me subía a una moto, pero aquello no fue excusa para que, no habiendo recorrido ni 10 metros, me escurriera con estrépito de comediante. Más aparatosa que la caída fue el relato que empecé a orquestar cada vez que alguien, al verme con el brazo escayolado, preguntaba qué, cuándo, dónde. En los días que siguieron al trompazo sólo me hizo temblar el cómo. Así, tras la primera ronda de explicaciones, inexorablemente escoradas hacia la prosa de atestado, fui aliñando el suceso con matices más o menos sensacionalistas y, en cualquier caso, carentes de maldad. El derrape de la rueda trasera pasó a ser un choque contra la cabina telefónica, y de ahí pasé a fabular que, más que 'chocar' contra la cabina, me había 'empotrado' en ella. Con todo, no acababa de estar satisfecho; precisaba un macguffin que diera a la narración el vuelo definitivo y, sobre todo, que evitara que el protagonista, o sea yo, quedara como un tarugo, así que en una de ésas incluí a una hermosa muchacha que pestañeaba a mi paso, de suerte que yo, arrobado por su gesto, no sólo perdía el juicio, sino también el rumbo. En una versión posterior, la muchacha no estaba a pie de calle, sino que gritaba mi nombre desde un balcón, y aun hubo un postrero desvarío según el cual, al empotrarme en la cabina, se abría la caja de los dineros y los viandantes, lejos de interesarse por mi estado, se hinchaban a coger monedas, y ni siquiera el hecho de que el cúbito me asomara, oh yeah, por el antebrazo frenaba los afanes de la turba. Con cada una de las firmas que fueron decorando el yeso, se fue engordando la leyenda, en un raro hipérbaton por el que, en realidad, quien suscribía la historia no era yo, sino mis amigos y conocidos, abajofirmantes de un aventis que era en verdad el fruto de su credulidad. En cuanto me quitaron la escayola puse fin a mi carrera de novelista, pero aún hay días en que me pregunto qué fue de aquella muchacha que pestañeó a mi paso, quién sabe si por evitar el riesgo de saber qué fue de mí.

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A Raúl se le han pegado las sábanas y, para arañarle tiempo al tiempo, se pone el casco de moto en el ascensor. Ya en la calle, y mientras corre hacia el lugar donde tiene su scooter,tropieza, cae de bruces y se lastima el codo (luego sabrá que se lo ha fracturado). Una viandante, alertada por sus gimoteos, se acerca hasta él, mas no acierta a explicarse por qué no hay moto alguna en las proximidades y, desconfiada, sigue a lo suyo.

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Casi todas las noticias que informaron del suceso llevaban empotrado en el primer párrafo expresiones como "lo nunca visto", "ver para creer", "aunque parezca increíble"... Claims, en suma, que no sólo redoblaban el cáracter insólito de lo ocurrido; además, lo envolvían en el celofán de lo prodigioso, como si aquella aberración tuviera algo de proeza. En el estadio milanés de San Siro, y cuando el partido entre el Inter y el Atalanta tocaba a su fin, un grupo de ultras locales había lanzado una moto desde el anfiteatro a la grada inferior. En su proverbial tosquedad, los aficionados al fútbol han llegado a arrojar a la cancha almohadillas, monedas, mecheros, una botella de Ballantine's, la cabeza de un marrano lechón... Pero, ¿una moto? ¿Cómo diablos se las ingenia uno para entrar al campo una moto?, me pregunté junto con media humanidad. En los días sucesivos, leí que los hinchas interistas habían robado la moto en los aledaños de San Siro, la habían desmontado y la habían entrado al graderío por piezas. También se especuló con la hipótesis de que el vehículo perteneciera a un empleado del club, y que estuviera aparcado dentro del recinto. Hubo quien aseguró que los ultras habían accedido al graderío con la moto en marcha, a través de una de las rampas espirales que anillan el estadio. Sea como sea, el sinnúmero de versiones que fueron circulando y la truculencia con que se aliñaron confirieron al motorino estatus de leyenda. Años después, recaló en Barcelona la exposición 'Pasión en las gradas' y, atraído por el título, un remedo de la traducción al español de 'Fever on Pitch', me acerqué a verla. La muestra incluía fotografías pretendidamente impactantes y objetos alusivos a la demencia consustancial al fútbol. Entre éstos, había un ataúd gualdinegro que había mandado hacerse un hincha del Borussia y la muñeca hinchable que exhibió la afición del Barça en el regreso de Figo al Camp Nou. También estaba el motorino, cuyo asiento acaricié devotamente como si fuera la mano cercenada del primer Terminator.

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Te llevé a casa.
Al llegar, te bajaste de la vespino y me mostraste el portal por donde te perderías esa noche y las demás.
-Aquí es.
-Y te besé.
-Y nos besamos.
-Y nos besamos de nuevo.
-Otra vez.
-¿Te puedo llamar? Mañana, quiero decir, ¿te puedo llamar mañana?
-Pobre de ti que no lo hagas.
Bajé por el paseo de Fabra i Puig, torcí por Miquel Ferrà y, al dejar atrás la plaza Virrei Amat, tomé la suave pendiente de la avenida Borbón, que a la altura de las cocheras tendía a pronunciarse y, algo más arriba, a encabritarse. Tras ese tramo, vendría el descenso hacia San Antonio: Maragall, Córcega, Pau Claris, Aragón, Rocafort... Quiso la casualidad que aquella noche enlazara todos los semáforos en verde, como si la ciudad se me extinguiera por detrás al tiempo que me brotaba por delante. Jamás me había ocurrido nada igual: cruzar Barcelona de norte a sur sin necesidad de detenerme hasta llegar a mi destino. Creí que semejante prodigio era una señal divina, que mientras mi vespino y yo fuéramos empalmando semáforos en verde en el regreso de tu casa a la mía, tú seguirías a mi lado. Me entregué con denuedo al objetivo, crucial para la supervivencia de nuestro amor, de recorrer aquellos 8 kilómetros de trama urbana sin parar en ningún semáforo. Después de todo, si había sido posible aquella primera madrugada, por qué no iba a serlo en lo sucesivo. Al principio todo fue como una seda. Tanto que, de hecho, resultaba más sencillo completar el trayecto de corrido que hacerlo con paradas. Hasta que, llegado un día, los semáforos se desincronizaron y me vi obligado a más de un súbito acelerón, a ralentizar la marcha en espera del cambio de disco, a cruzarlos, ay, en rojo. Se trataba, dicho queda, de no detenerse, de que las ruedas de mi vespino siguieran girando y, con ellas, siguiera girando el mundo, que para mí, y por aquel entonces, eras tú. Bueno, tú y mi vespino; no en vano, de ella dependía nuestra dicha; de ella y, a qué negarlo, de mi pericia de piloto. Con el pasar de los días me convertí en un consumado experto en el arte de ensartar semáforos. Es cierto que hubo lances un tanto extravagantes, como el de la noche en que hube de aguardar a que cambiara a verde desplazándome en círculos, para pasmo de un peatón que por allí pasaba. Debió de ser por aquellas fechas cuando empecé a dejarte en casa más temprano que de costumbre, pues no veía el momento de darte el beso de despedida, poner en marcha mi vespino y, al abrigo de la luna, salvar lo nuestro. Comprendo que recelaras, que atribuyeras mis desatenciones y los níveos extravíos que comenzaron a apoderarse de mí, a la existencia de otra mujer. Pero créeme, no había en mis pensamientos nada que no fueran mi vespino y mil ardides para sobrevolar Barcelona. Ya ni siquiera, en efecto, estabas tú.



Club Pont Grup Magazine nº 6, 15 de febrero de 2015

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