jueves, 21 de agosto de 2014

El aguafiestas


En Cuba, a comienzos de agosto de 1994, en el apogeo del llamado Período Especial (ah, esa complacencia semántica que al punto quedó incrustada en los libros; cual si lo que hubieron vivido los cubanos hasta entonces –y lo que en adelante habrían de vivir– no hubiera sido, no fue, no sigue siendo, una especialísima experiencia); en aquel párrafo de la historia cubana universal, decía, el caudal de chistes de Fidel que acostumbra irrigar La Habana amenazó con desbordarse. No suelo tener mucha paciencia ni memoria para el género, pero hubo uno que no he logrado olvidar. El porqué no sólo habría que buscarlo en lo prolijo del relato, sino también en un rasgo que entonces no supe apreciar y que hoy, 20 años después, me parece indiscutiblemente insólito. No en vano, el chiste se ocupaba de Fídel, sí, mas reservaba al Pueblo una cuota de incumbencia en aquel ocaso caribeño que había sido tierra de ocasión, y a la que había tocado en desgracia, escrito está, la más fotogénica de las miserias que ha conocido el mundo. Fango en flor.

El cuentecito (como llaman allí a los chistes que exceden del metraje estándar) arrancaba con Fidel en la Plaza de la Revolución, proclamando ante la multitud que había dado con el remedio definitivo para acabar con las privaciones. Semejante anuncio suscitaba entre el público un murmullo expectante que, al cabo, rompía en alborozo, con profusión de vivas al régimen y al propio Fidel. Éste retomaba la palabra.

–La solución a la hambruna es que se me vayan ustedes ahorcando de manera organizada.

Un manto de pesadumbre se adueñaba entonces de la multitud, pero resultaba más poderosa la evidencia de que el Comandante no hacía nada que no fuera por el bien de los cubanos. Al primer aplauso seguían un segundo, un tercero, un cuarto... La ovación, finalmente, cruzaba el Estrecho de la Florida, batía Little Havana y, avivada por el resentimiento, regresaba furiosamente a la isla.

No obstante, que los vítores fueran ensordecedores no significaba que fueran unánimes. En las últimas filas, un individuo entrado en años se resistía a la excrecencia sentimental con la característica frialdad del aguafiestas. Llegado un punto, y con la duda en el semblante, se abría paso entre el gentío y alcanzaba el cálido arenal donde, diez años después, y en otro escenario, Fidel habría de tropezar con el estrépito reservado a los monarcas.

–Comandante, tan sólo una pregunta; pura formalidad.

–Adelante, compañero.

–¿La soga para que nos ahorquemos la pone el Gobierno o también tenemos que comprarla en el mercado negro?

Se escribe por dinero, sí, lo que a menudo ignoramos es que el dinero tiene implicaciones en la escritura. Cuando yo escribía sin que nadie me pagara por ello, únicamente pretendía gustar a media humanidad. Desde que hace unos años empecé a cobrar por ello, aspiro a un objetivo más ambicioso, cual es no defraudar a una selecta concurrencia de espectros. Uno de esos espectros soy yo dentro de unos años. No, no me refiero a la posteridad, sino a la posibilidad de morirme de vergüenza el día en que le quite el polvo a mis asuntos. Otro de esos espectros son mis hijas a pares. No mis hijas de hoy, que ni siquiera ambicionan despreciar a su padre, sino las que regresen de la tiniebla adolescente. También hay sabios, claro, incluso amigos que lo son. Mas el único individuo que nunca falta, que nunca habrá de faltar, es aquel aguafiestas henchido de cubanía, aquel hombrecillo del fondo que se irgu
ió en medio de la dicha y, sin demasiadas alharacas, casi a contrapelo de la vida, preguntó quién ponía la soga.


Libertad Digital, 21 de agosto de 2014

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