viernes, 11 de julio de 2014

La tormenta


En la parada dos viejos murmuraban que iba a caer una buena; 'una buena', eso decían. Las nubes, en efecto, se habían ido amontonando sobre la ciudad como si jugaran al churro y, a lo lejos, la lluvia difuminaba las casas. El sol aún asomaba por el oeste pero había dejado de calentar. Antes de que llegara el 57 vimos estallar los primeros relámpagos. No les seguía el habitual fragor, esos truenos semejantes a ovaciones, sino un chisporroteo que te atiesaba los huesos como dicen que lo hace el adamantio. Cuando subimos al autobús nos pegamos a la ventanilla para ver el cielo. En la plaza Palacio, las ráfagas, todavía algo tímidas, culminaban en unos remolinos graciosísimos que, a medida que la tarde se apagaba, iban tornándose en azotes esquinados. Alguien dijo 'la palmera' y se hizo de noche. En el Paralelo, el autobús aminoró la marcha y me vino a la cabeza la palabra prudencia, con su eufónica tibieza. Era el agua, que se enredaba en los bajos del vehículo; el agua, sí, que cubría ya dos palmos de fachada. 'Y tres también', dijo un chaval detrás de mí. En ese instante vimos pasar el primer contenedor, calle abajo. Desde la Barceloneta no había subido ni bajado ningún pasajero, y tampoco lo hice yo cuando el autobús llegó a mi parada. Es probable que mi cobardía inspirara a una joven que, tras evaluar las circunstancias, terminó cabeceando nononó. Me acomodé en el asiento, persuadido de que había hecho lo correcto. En la primera parada de Cruz Cubierta, ahí donde la distancia entre la calzada y los comercios no llega a los cuatro metros, bajamos unos cuantos y buscamos refugio en una tienda de deportes. Ninguna de las dependientas puso objeción a que nos guareciéramos allí. Una anciana se quedó en el umbral y ni siquiera el relámpago que abrasó el aire la hizo desistir. En el interior, el chaval que había dicho 'tres' reparó en que la tienda hacía bajada y me lo hizo saber empleando esa misma palabra, 'bajada'. Luego, al verle pegado a una de las paredes de la entrada, comprendí que había aludido a la posibilidad de que la tienda fuese una trampa, de que todos termináramos ahogados como ratas. Los dos viejos que murmuraban en la parada de la Barceloneta (hermanos, creo) intentaron salir en varias ocasiones, pero siempre se quedaban con el molde; dos hombres convertidos en puro ademán. Uno de los críos que acompañaba a la anciana me dijo que dentro había chanclas a siete euros. Traté de tranquilizar al chaval de la bajada, pero sólo conseguí ponerlo más nervioso. Cuando al fin empezó a amainar, fuimos agolpándonos en la puerta. Me alejé de allí pensando que no habría estado mal que nos hubiéramos despedido de forma un poco más efusiva; después de todo, habíamos sido un grupo, un buen grupo. El sol volvía a calentar./ Foto: Mauro Pedretti

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