martes, 25 de febrero de 2014

Puro humo

Hoy recordaba el tiempo en que me daba yo veneno que quiero morir, aquellos días nebulosos en que mis pulmones eran un fuelle nicotínico y mi identidad un pensamiento de humareda. Del tabaco dependían los amores, los temblores, el llanto, la alegría, el candor. Y fumaba, ay, tanto fumaba que levitaban en humo mis andares, que no había apocalipsis que no entrañara un instante memorable, dígase el del cigarrito. Fumaba en el autobús, en los pasillos del instituto y, por supuesto, en clase; en la sala de espera del seguro, en el metro y los aviones, en los bares, los restaurantes y los puticlubs. No había nada más placentero que jumar fugando al fútbol, como dicen que solía hacer el gran Cruyff. O tal vez sí, tal vez no hubo nada como dejar de comerte a besos para boquear señales de rendición y, al menor de tus descuidos, sacar de la chistera un marlboro desangrado; fumaba, sí, fumaba tanto que una madrugada de insomnio y bulerías traté de convencerme de que la esperanza consistía en deglutir un cigarro lo más pronto posible y así acortar la brecha para encender el siguiente. Fumaba en las panaderías, en las discotecas, en el lavabo y en la cama; en los hospitales, en las exposiciones, en las peluquerías. En aquellos años de incienso en que los chalados aventaban el mal entre aspavientos, acaso perfilando las aristas de un orden imposible, de una comunidad luctuosa de palabras sin humo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario