jueves, 27 de febrero de 2014

El joven aprendiz de impostor

Uno de los grandes triunfos de Jordi Évole ha consistido en que la mayoría de las críticas a su programa no hayan provenido de la tronera de Televisión o Espectáculos, sino de la de Periodismo. "El periodista Jordi Évole ha perdido su crédito", leo por ahí; como si, en efecto, sus Salvados, en los que suele interpretar a un personaje a medio camino entre el juez de paz y el defensor del espectador, fueran periodismo.

Évole ha basado su contribución al género en meter el dedo en el ojo a políticos en declive, a personajes de los que apenas quedaba un solo hueso que roer, y que, en cualquier caso, no eran desconocidos para la hinchada. Esa práctica, variación con ínfulas del acoso gamberro de Caiga Quien Caiga, no tiene más relación con el periodismo que la del parásito con su huésped. Iré más allá: el llamado periodismo televisivo es un oxímoron o, cuando menos, un malentendido, acaso comparable al que resulta de identificar los toros con una fiesta y arrumbar su verdadera naturaleza, que es la del rito.

No en vano, uno de los grandes equívocos de nuestra época tiene que ver con la ilusión de que la tele es un estercolero, cuando lo cierto es que cualquiera de sus subproductos lleva impreso en el envés una coartada más o menos recurrente. Así, Gran Hermano es poco menos que un tratado de sociología, y si nos quedamos imantados a Sálvame es porque, como a Paco Clavel, nos embrujan los arrabales del kitsch. Por esa misma vía, el Salvados de Jordi Évole se considera periodismo en vena, como si el periodismo fuera susceptible de divulgarse encapsulado en temporadas de otoño-invierno.


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No obstante, y volviendo al Palace, el verdadero escándalo no es que Évole haya quebrado el pacto de veracidad con los espectadores (¡hablamos del Follonero, por Dios!), sino que gentes como Iñaki Gabilondo o Luis María Anson se hayan prestado a la farsa, remedando a esas folclóricas que, en un pronto a medio camino entre la vanidad y la senectud, deciden posar enseñando las tetas. Con la diferencia, ciertamente humillante, de que las folclóricas suelen cobrar, mientras que nuestros mayores, quién sabe si con ánimo de verse rejuvenecidos, han sacrificado su imagen en el altar de la visibilidad, dado que la objetividad, como es fama en el gremio, no existe.


Libertad Digital, 26 de febrero de 2014

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