jueves, 18 de julio de 2013

Fabián

El primer restaurante al que me llevaron mis padres fue, muy probablemente, una de esas lúgubres masías donde embadurnaban al comensal con alioli. En Cataluña las hay a millares y, salvo por cierto arroz montaña que se abre paso entre mis recuerdos como la ratatouille de Ego, aún asocio aquellos hangares (campestres, pero hangares al fin y al cabo) con el tremebundo ‘postre de músico’ (el predilecto, por cierto, de la gran mayoría de los socios del Barça, según la docta apreciación de Nacho de Sanahuja). Fue un calvario de siglos, apenas mitigado por el hecho de que, por desapacible que fuera el restaurante, siempre había un patio trasero donde jugar al fútbol. La comida, en realidad, no despertó mi interés hasta el día en que puse los pies en el restaurante chino Río Azul, situado, si no recuerdo mal, en la zona alta de la calle Balmes. Comparado con las fuentes de pimiento escalivado y carne a la brasa de la cocina local, el rollito de primavera me pareció un trampantojo de lo más delicado, ya desde su mismo nombre, que yo jamás abrevié porque tenía la impresión de que decir ‘rollito’ a secas era guillotinar el placer. Años después, oiría hablar a Ferran Adriá de cómo en el origen de muchos de sus platos hay un juego de palabras, lo que, en cierto modo, explicaría mi fascinación por aquella fritanga oriental y, cómo no, por la sopa de aleta de tiburón, que era en sí misma un cuentecillo de Julio Verne. Y si la comida era una ambrosía, la ambientación rayaba en lo cinematográfico: palillos, kimonos, hilo musical… De hecho, decir que hasta ese instante no me interesó la comida tal vez sea una imprecisión, pues lo cierto es que jamás fui allí a saciarme ni a rematar el ágape con un eructo campechano, sino a empaparme de orientalidad, a propiciar que un soplo de extranjería me arrebatara la identidad y, durante una hora o una hora y media, ser un intruso en el paraíso.

Aunque en las antípodas de aquellos establecimientos, las primeras franquicias de hamburgueserías también tenían algo de atracción de feria, como recordarán los asiduos de primera hora al Burger King de Rambla Canaletas, que abrió sus puertas en noviembre de 1982. Tal vez se tratara del autoservicio, o de la nerviosa simpatía de las camareras, o del canturreo de la comanda en el micrófono, aquel reverbero eléctrico que, por un instante, nos infundía la sensación de estar a bordo de un vuelo a Manhattan. O de la certidumbre, en fin, de que el aspecto de las hamburguesas no habría enfurecido a Michael Douglas, ya que eran de suyo idénticas a las de la foto. Ya entrado en la adolescencia, mi airado antiamericanismo me impidió disfrutar del whopper o bien a hacerlo de incógnito y en soledad, como si se tratara de la precuela delos excesos que estaban por venir. Sea como sea, las cenas del instituto estuvieron protagonizadas por las pizzas, un artefacto despreciable, pues conjuga lo peor del plato combinado con la presunción de estar ante una receta ‘auténtica’, ‘genuina’, siquiera por su origen italiano. Hasta que gracias a Pepe Carvalho redescubrí la gastronomía en su vertiente más radical, la de los adagios intempestivos (‘beber para recordar, comer para olvidar’), la de la reflexión antropológica (‘comer es matar a un ser vivo y engullirlo, pero si a ese ser vivo lo marinas, lo cueces y te lo zampas con un copa de vino, habremos culminado una exquisita operación cultural’), la de la evocación de la infancia como patria sensorial. Las recetas de Carvalho alentaron, recién cumplidos los 19, la zambullida en toda clase de alcoholes, alguna que otra visita a coctelerías como el Gimlet o el Boadas y, en cuanto los primeros trabajillos esporádicos me lo permitieron, cenas de antología en restaurantes típicamente carvalhianos, como el Amaya, Can Solé o Casa Leopoldo. Hace unos días supe de una web que organiza una ruta turística por la Barcelona de Pepe Carvalho, con parada y fonda en algunos de los locales que frecuentaba Montalbán. Bien, yo hice esa ruta en multitud de ocasiones aun sin plena conciencia de estarla haciendo, lo que, a la postre, me sirvió para ir moldeando un criterio (una ‘postura’, en verdad). Por aquellos días salía con una chica con quien, cada sábado, cenaba en el restaurante Egipte, junto a la Boquería: eran los tiempos del cocktail de gambas, las endibias al roquefort, el solomillo a la pimienta. Había mejores restaurantes, claro, pero la verdad es que muy poca gente de mi edad se gastaba en una cena 1.800 pesetas, que era lo que costaba una cena para dos en el Egipte en 1989. Esas 1.800 pesetas son hoy 30 o 40 euros, pero el mandato de Montalbán, como hace poco nos recordaba Arcadi Espada, sigue incólume: si no leemos cualquier cosa ni escribimos cualquier cosa, cómo vamos a comer cualquier cosa. Boadella, sin pretenderlo, le dio una vuelta de tuerca al afirmar que uno de los vicios más nefastos del catalán (es decir, del español) es esa cantarela del ‘¡Ya está bien así!’, que tanto se refiere a un guiso como a un trabajo de carpintería o un plan hidrológico.

Pensaba en ello a raíz del veredicto de Masterchef; cuando Pepe Rodríguez, de El Bohío, le dijo a Fabián, el más joven de los concursantes, que tenía una técnica estimable, pero que no pasaría a la final. Porque a esa edad, dijo, uno no sabe nunca nada. Fue, sin duda, la enseñanza más valiosa del programa.


Unfollow, 14 de julio de 2013

No hay comentarios:

Publicar un comentario