Cuenta Boadella en sus Diarios de un francotirador que acostumbra desayunar
con la radio puesta, supongo que con la tertulia de Federico Jiménez
Losantos o la de Carlos Herrera. Y que en cuanto Federico (o Herrera)
‘abren las líneas’ a los oyentes, da el programa por acabado,
pues nada le parece menos interesante que la opinión del oyente.
También a mí me ocurre: en cuanto se ‘abren las líneas’, apago
el transistor o cambio de emisora, aunque no tanto por desinterés
cuanto por vergüenza ajena, la que me suelen provocar esos oyentes
que inquieren al locutor: “¿No me recuerdas? ¿Y si te digo que
soy Jacinto, el que llamó la semana pasada?”.
Esta claudicación ante el pueblo no es exclusiva de la radio; en los
últimos tiempos, también la prensa y la televisión han entregado
al vulgo secciones enteras, imbuidos por la consideración de que los
‘espacios de participación social’ son un distintivo de
modernidad. Se trata del mismo fenómeno que ha hecho añicos la
autoridad del profesor en las aulas, ha sentado peluqueras en los
consejos de administración de las cajas de ahorro y ha puesto al
frente del Ministerio de Trabajo a Fátima Báñez. No hay
institución pública que no lleve incorporada su escupidera. Basta
con ver los sms de algunas tertulias. Éstos, por ejemplo,
asombrosamente reales: ‘¡zapatero pal exilio, !!que aki solo hace
daño que sta undiendo españa…’, ‘¡desaparición del PSOE por
voladura!’, ‘En la dictatura se hicieron 137 embalses, ¿cuántos
ahora?’… Que la tertulia en cuestión sea de derechas, incluso
muy de derechas, es irrelevante; lo que cuenta es la sensación de
que en España la grasa siempre se abre camino, aunque bien es cierto
que, a diferencia de la izquierda, la derecha parece celebrarla.
Los vicios de la izquierda no son menos terribles, pero sí más
perversos. En su enigmático y turbador ensayo Imitació de l’home,
el escritor Ferran Toutain alude, a cuenta de esa factoría de
mimetismos que es la radio, a un programa radiofónico catalán en el
que cada noche se formula una pregunta a la audiencia. Una pregunta,
dice Toutain, “del tipo de si se han de dar más derechos a los
animales o si las mujeres tienen más sensibilidad que los hombres”.
“Los intereses principales del programa”, continúa, “se
repartían habitualmente entre el animalismo y el feminismo y, como
se podía prever, el resultado de la encuesta era favorable a las
expectativas de estas dos corrientes. Una noche [...], a la locutora
del programa [...] se le ocurrió preguntar a los oyentes si creían
posible que Dios, aunque siempre se había pintado como un patriarca
de largas barbas blancas, fuera en realidad una mujer”. Y en este
plan, que diría Umbral. ¡Ah, la izquierda!
El intercambio de papeles entre emisor y destinatario, ya digo, rebasa
el ámbito de los medios, pero tal vez sea en los medios donde el
arbitrio de ‘mecanismos democráticos’, esa cuota penitencial, se
revela en toda su crudeza. La ilusión de saberse partícipe del
discurso mediático o, en la prensa, la posibilidad de toser en la
cara al autor del artículo (a menudo, casi literalmente), son un
simulador irresistible del ejercicio del poder. Mientras escribía
esta pieza, en la web de La Vanguardia convivían, en pie de
igualdad, la noticia de la muerte del fotógrafo Paco Elvira y las
monas de Pascua de los lectores. Más allá de lo episódico, no
obstante, la diseminación de la audiencia se expresa en apartados
como el de las noticias más leídas, el vídeo chistoso o el tuit
jacarandoso; apartados que, como la obligatoriedad de lo gracioso,
parecen llegados para quedarse.
La última noticia de este sordo allanamiento, de esta moderna invasión
de los ultracuerpos, viene a cuento del programa culinario de TV3. De
lunes a jueves, un cocinero de postín recrea ante la audiencia una
receta imposible, alambicada, renuente a los remedos hogareños. (Aún
recuerdo, en este sentido, el gélido consejo del repostero Oriol
Balaguer: “No intenten hacerlo en sus casas”.) Los viernes, en
cambio, ‘abren las líneas’ a los particulares, con su recetario
de convento y armadura: cinta de lomo hervida, conejo con caracoles,
macarrones de la abuela… Vainas, en fin, vainas que en su interior
encierran otras vainas. El invitado del pasado viernes, un maestro de
Castelldefels, preparó una fideuá con ciruelas. Me fijé en que
toqueteaba las salchichas con el rítmico gracejo con que, en su
fuero interno, debían de hacerlo los profesionales. Para entonces ya
me reconocía en cada una de sus facciones.
Unfollow, 14 de abril de 2013
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