domingo, 17 de febrero de 2013

Banderas de nuestros chinos



Ya no queda ninguna de las cuarenta y siete banderas que conté a mediados de septiembre, cuando el espumarajo de la Diada corroía Barcelona, convertida de la noche a la mañana en un villorrio del Solsonés. Lejos, muy lejos quedaba el orgullo cívico que exhibieron los barceloneses con motivo de los Juegos, aquella dicha capitalina que devino en leitmotiv del relato urdido por Maragall, y en el que Pujol representaba el papel de aguafiestas, el más verista de cuantos ha representado.

De buen principio, tuve la impresión de que los abanderados de mi patio trasero trataban de evitar, hasta lo humanamente razonable, que el resto de los vecinos les vieran manipular el trapo. Se entiende. Hay pocas cosas más grotescas que un hombre hecho y derecho dudando, hum, de si la estrella va donde debe. De vez en cuando, alguno de los balcones estrellados amanecía desnudo para, al cabo de unas horas, lucir de nuevo la bandera. Las lavan, pensé. Me vino entonces a la cabeza lo que decía Curro Romero de los aficionados que tenían por costumbre lanzarle papel higiénico. “Comprar el papel, llevarlo a la plaza, sentarse a esperar el fiasco… ¡cuánto esfuerzo, señor, cuánto esfuerzo!”.

Hubo escenas en que parecía aletear un documental de Guerín, como la que solía protagonizar la anciana que, al recoger la ropa tendida, también recogía la bandera, o aquellos resopons al fresco de finales de verano: familias trasegando vino en cubículos cuatribarrados, remedando, ay, una parodia crudelísima de El tiempo y los Conway.

Con los primeros fríos, una bandera cayó al tejado de uno de los locales que penetran en la manzana. En los días sucesivos, la humedad ambiental y los orines de gato fueron degradando la tela, que a las tres semanas era ya un guiñapo macilento. En ese momento, y en virtud del adagio tusquetsiano de que todo es comparable, reparé en la rabiosa marcialidad de las banderas que seguían colgadas, un efecto al que, sin duda, contribuía el hecho de que fueran idénticas: las mismas dimensiones, el mismo tejido, el mismo rojo anaranjado. Un buzoneo de estelades a cargo de Omnium, me dije, o una cortesía dominical de la prensa solsonesa. Tratándose de Cataluña, nada era descartable. La explicación, no obstante, era menos prosaica: el súpermercado chino Euro Consumo las vendía a tres euros y aún hoy lo sigue haciendo.

En este barrio no ha lugar a preguntarse retóricamente qué sucedería si las banderas fueran españolas. Hace más de 30 años que el abogado Esteban Gómez Rovira exhibe, con motivo del 12 de octubre, una estanquera en su balcón de la calle Rocafort. A mediados de los 80, uno de los entretenimientos favoritos de los militantes de la Crida consitía en manifestarse a las puertas de su casa. "Unapequeña 'caza del hombre'", lo llamó Joan Barril en El País. Bien, no siempre fue pequeña. Les jodía la bandera, claro, pero no sólo. Gómez Rovira asistió como letrado a los maestros a los que la Generalitat había negado la plaza en propiedad por no saber catalán. O sea que, en parte (sólo en parte), sabemos lo que sucede cuando la bandera, en lugar de catalana, es española. 
 
No, no creo que mis independentistas y Gómez Rovira sean iguales. Sobre todo, porque los primeros han colgado las banderas en un patio interior, para deleite de sí mismos. Gómez Rovira, créanme, nunca llegó tan lejos.


JotDown, 12 de febrero de 2013

No hay comentarios:

Publicar un comentario